Las reglas de ortografía no pertenecen a ningún texto
sagrado. Que una palabra se escriba con b o con v, depende de la decisión más o
menos arbitraria de las autoridades de una comunidad parlante, tratando de
conseguir la uniformidad estética y sonora en el uso de la lengua. Cuando
Miguel de Cervantes escribía que su “Quixote” era hombre de “rozín” flaco y
galgo corredor, no estaba cometiendo faltas de ortografía; sencillamente, la
ortografía no existía como tal. Hubo que esperar al nacimiento de la Real Academia de la Lengua para que cada
españolito dejara de escribir como le viniera en gana. A la vista de esta
explicación, podría concluirse que la epidemia ortográfica que azota a nuestros
jóvenes no es algo demasiado preocupante, sino una manifestación transgresora
–como el botellón o el hip-hop – de su libérrima condición. Grave error. Las
faltas de ortografía no son una enfermedad pero sí son un síntoma; un síntoma
de que el que las comete no ha leído lo suficiente. Muchos padres no entienden
que la lectura no es un capricho intelectual, ni un entretenimiento alternativo
a estar todo el día jugando a la
Play. Para un niño, aprender a leer bien -es decir, a la
suficiente velocidad y comprendiendo lo que lee- es tan importante para su
futura capacidad mental como la leche materna lo fue para formar su hígado, su
corazón y sus extremidades. Por esta razón, y no para tocarnos la moral,
algunas instituciones internacionales realizan periódicos exámenes de compresión
lectora en los distintos países. Esta semana, el informe PIRLS, que no decía
nada del catalán o la religión en las escuelas, situaba a los alumnos españoles
entre los peores de Europa. La próxima reforma educativa también tratará de
resolver el problema. No lo apuesten todo a que lo consiga. Por si acaso, hagan
que sus niños lean.
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