Es la especie de árbol más alta y longeva del mundo. Las
secuoyas gigantes llegan a alcanzar los cien metros y algunos ejemplares pueden
jactarse de ser contemporáneos del mismísimo Ramsés II. Les ahorraré la
consulta wikipédica: nacieron hace 3.200 años. ¡Y todavía siguen creciendo! Una
demostración de vitalidad tan apabullante deja claro que la naturaleza, a la
que a menudo creemos sometida por nuestra inteligencia superior, todavía puede
darnos bonitas lecciones de humildad y de otras muchas cosas. Al lado de la
secuoya, el ser humano es un animalillo algo acelerado, inteligente sin duda,
pero que quiere hacer demasiadas cosas en poco tiempo; al alcanzar la mitad de
su vida, ya se está preguntando por qué no hizo y lo que le hubiera gustado
hacer, y a tratar desesperada e inútilmente de que el paso del tiempo no deje
huella en su corteza exterior. Al ser humano moderno no le gusta la vejez.
Cuantos más saberes acumula sobre los mecanismos de la vida a través de la
ciencia o la medicina, más resentimiento le inspira el espectáculo de su
decadencia; el joven desprecia a los viejos, y cuando el paso de los años le
convierte en uno de ellos, tiene tan interiorizada su condición de estorbo
social que los reveses de la vida le hacen exclamar: “¿Adónde voy yo ahora con
cincuenta años?” O con sesenta, o con setenta. La secuoya no tiene estos
problemas. Cada año, su tronco suma un anillo más y su aspecto es más
imponente. Es una ventaja, no hay duda. Si los seres humanos nos hiciéramos más
altos y más fuertes con el paso del tiempo, nos costaría menos entender que
hacerse viejo es también una forma de crecer por dentro, en sabiduría, y que
nunca se detiene. Que a nuestra pequeña escala, de animalillos algo acelerados,
también podemos ser unos viejos admirables. Como las benditas secuoyas.
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