Se han cumplido setenta años de su estreno, y continúa
siendo una de las películas más memorables de la historia. Filmada durante la
II Guerra Mundial, “Casablanca” estaba a
medio camino entre el drama romántico y la cinta propagandística – mezcla de
géneros que suele conducir al desastre – y era una más entre los centenares de
películas que salían cada año de la factoría de Hollywood. Aspiraba, en
principio, a no perder dinero; luego, si sonaba la misteriosa flauta de la
inspiración, a hacer negocio. Y sonó, vaya si sonó. Como es sabido, cumplió todos
sus objetivos con creces, pero durante su realización fueron tantos los
contratiempos, que muchos dudaron de que llegara a estrenarse. Hubo cambios de
guionistas, de director, y se comenzó el rodaje con el guión inacabado; los
actores se paseaban por el plató tratando de averiguar cómo acababa la película,
pero nadie lo sabía. Humphrey Bogart andaba enfurruñado porque era cinco
centímetros más bajo que Ingrid Bergman, y le obligaban a llevar alzas y
almohadones. Los problemas presupuestarios hicieron que el avión de la mítica
escena final fuera de cartón, y tan pequeño, que hubo que contratar a actores
enanos para que no se notara. La lista sería inacabable. “Casablanca” fue un pequeño
milagro y la historia de su realización es casi tan inspiradora como la de
Rick, Elsa y compañía; historias de lucha contra la adversidad con final feliz,
de esas que hacen falta a carretadas en los miserables tiempos que vivimos. Hoy
los malos no son los nazis, ni los ejecutivos del estudio que quieren enredarlo
todo, pero la actitud debería ser la misma: sacrificio, coraje y a no
desfallecer aunque parezca que el mundo esté a punto de acabarse. Aunque haya
que cambiar de director y guionista. Aunque nadie tenga muy claro cómo va a
acabar esta película.
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