En medio del clima de descomposición política y moral que
vive España en la última semana, casi parece un asunto menor. Pero solo lo
parece. El Consejo de Ministros ha indultado a un kamikaze que circuló cinco
kilómetros en dirección contraria por una autopista valenciana hasta chocar con
otro vehículo, causando la muerte de su conductor y heridas graves a su
acompañante. La condena de 11 años de prisión era firme - había sido ratificada
hasta por el Tribunal Supremo - y en el momento del indulto el reo solo había
cumplido diez meses. Todas las circunstancias del caso, da igual por dónde se
mire, son escandalosas. El abogado defensor del homicida ha resultado ser
hermano de un ex-secretario de Estado de seguridad y ex-subsecretario de
Justicia del Partido Popular, y en su despacho legal trabaja también el hijo
del actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, que firmó el indulto.
La familia de la víctima está, lógicamente, consternada. Miembros del propio
gobierno no han podido disimular su estupefacción por el caso, y en el Poder
Judicial el malestar es evidente. Al parecer, una petición de indulto con la
opinión contraria de la
Fiscalía y de la Audiencia Provincial,
como es el caso, no debería haber llegado ni a la mesa del subsecretario. Un
servidor tampoco lo está llevando nada bien. Junto a la indignación cívica que
me produce un asunto que apesta a abuso de poder y tráfico de influencias,
siento una profunda vergüenza personal. Porque hubo un día en que creí en
Alberto Ruiz-Gallardón y -¡ay!- dejé constancia de ello. En febrero de 2006, en
esta misma sección, escribí una columna dedicada al entonces alcalde de Madrid
que llevaba por título “El deseado”. Al releerla, siete años después, siento como
la sangre se me agolpa en la cara y me sonrojo en la soledad de mi cubil.
Tendré que vivir con ello.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario