En Venezuela, un litro de gasolina cuesta un céntimo de
euro. Allí la aguja del nivel de combustible de los coches, que en los países
no bendecidos con el maná del petróleo se empeña siempre en cortejar a las
rayitas rojas de la reserva, es un indicador carente de dramatismo. Como las
manecillas de un reloj en domingo. Al leer el dato, no puedo negarlo, quise ser
venezolano. Luego vi por televisión las imágenes del cortejo fúnebre del
comandante presidente Hugo Chávez Frías. ¡Qué muestras de amor por el malogrado
líder! Buceé en mi cabeza buscando un político en España cuya desaparición
pudiera despertar esas manifestaciones de duelo, pero volví a la superficie sin
aliento y con las manos vacías. Y sentí que el caudillismo tenía sus ventajas.
Con un guía supremo al frente del país se acabaron las angustias cada cuatro
años para decidir a quién votar; fin a la cansina sucesión de presidentes en la
que el titular actual siempre hace bueno al anterior. Con una revolución
perpetuamente inacabada se acabaron los programas electorales anodinos, el
pesimismo nacional, el incómodo realismo de las cuentas públicas y la prima de
riesgo. Somos pueblo, somos patria, somos destino, a ver qué democracia europea
es capaz de producir un guión más emocionante. Todo se estropeó cuando seguí
leyendo. La información contrastada, es lo que tiene. Venezuela sufre un 30% de
inflación anual, las finanzas públicas más caóticas del mundo, los índices de
violencia más escandalosos, el aniquilamiento del derecho a discrepar, un culto
desmedido a la personalidad... De pronto, ya no quise ser venezolano. ¿Que la
gasolina está por las nubes? Cogeremos la bicicleta, que es muy sano. ¿Que la
clase política es un erial de personalidades capaces y honestas? Buscaremos a
otros. Aunque tengamos que mirar debajo de las piedras.
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