Cuando Benedicto XVI anunció al mundo su decisión de
renunciar lo hizo en latín y sin avisar, dejando en evidencia a los periodistas
que asistían al acto, sorprendidos como escolares poco aplicados ante un examen
inesperado. Sutil venganza del pontífice contra los plumillas. En los últimos
tiempos, la prensa mundial solo informa con verdadero entusiasmo de los asuntos
de la Santa Madre
Iglesia cuando el escándalo se pasea por los pasillos del Vaticano: pederastia,
financias turbias, secretarios traidores, conspiraciones cardenalicias,
crímenes pasionales en la
Guardia Suiza... Personajes como Dan Brown y su código Da
Vinci han podido pagarse chalets exentos con piscinas olímpicas y jardines
donde perderse, a costa del apetito insaciable del público por los thrillers
vaticanos. Hay otra circunstancia de la vida corriente de los Papas, solo un
poco menos morbosa, que también actúa como un imán para la atención mediática:
su muerte y la consiguiente elección de uno nuevo. Durante varios días, los
noticiarios de todo el mundo abren con la noticia del color del humo que sale
por la humilde chimenea de la suntuosa capilla Sixtina. Si el nuevo Papa no
muere en circunstancias sospechosas a las pocas semanas, termina la novedad y
regresa la calma. ¡Horror! ¡La rutina no vende novelas! ¿A quién le interesa el
gobierno pacífico de la
Iglesia? Benedicto XVI, desde hoy simplemente Joseph
Ratzinger, hombre inteligente, ha sabido interpretar este amarillismo vaticano
como una inequívoca señal de decadencia. Por eso, entre otras razones, decidió
actuar. Con su renuncia, ha robado a los medios de comunicación el espectáculo
de su propia muerte. Se retirará a un convento a rezar y ha avisado que no
cuenten con él. Nadie, ni los anticlericales más furibundos, se han atrevido a
criticarle. Por algo será.
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