Por primera vez un Papa iberoamericano, jesuita y de
nombre franciscano. Jorge Mario Bergoglio parece una buena persona. Dicen que
es hombre austero y de preocupaciones más sociales que intelectuales, lo que va
en consonancia con los tiempos. Pero allí acaba toda su modernidad. Creo que
más que un verdadero cambio, su elección expresa un deseo de apariencia de
cambio, centrada en los adjetivos antes que en lo sustantivo. La Iglesia Católica
como institución religiosa, más allá de su labor humanitaria encomiabilísima y
de su cercanía al dolor y a la pobreza en muchas partes del mundo, se encamina
a paso firme hacia la irrelevancia social. Si en un país como España, antaño
considerada “la reserva espiritual de Occidente”, el 70% de la población se
declara católica pero solo el 10% de éstos acude regularmente a misa, no hace
falta ser un teólogo brillante para deducir que la Iglesia tiene un problema
grave de credibilidad. Ya perdonarán la arrogancia en un día de tantas
humildades, pero creo que la razón de fondo es siempre la misma: la
postergación absoluta, injusta y anacrónica de la mujer en el seno de la
institución. ¿Alguien medianamente listo puede creer que las mujeres van a
seguir haciendo la sopita a los cardenales en sus solemnes residencias romanas,
dando así por buena su contribución al proceso de elección de un Papa por otros
dos mil años más? Nanay. ¿A nadie se le ha ocurrido pensar que algunos de los
asuntos más candentes de la
Iglesia – celibato, homosexualidad, pederastia,
anticoncepción – están directamente relacionados con esa tensión sexual no
resuelta, que no es sino una lucha disimulada por el poder? A lo mejor resulta
que Francisco I sí es consciente de todo ello. Y que está dispuesto a dar la
gran sorpresa. Si eso ocurre, no me dolerán prendas: cantaré a los cuatro
vientos mi error.
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