¿Se imaginan a todo un ministro de hacienda pillado con
cuentas bancarias en Suiza llenas de dinero negro? Que nadie se alarme porque
no estoy hablando de España, para variar. El escándalo Cahuzac estalló en la
civilizada Francia la semana pasada, poniendo al presidente François Hollande
casi contra las cuerdas. La primera conclusión que uno saca al leer del asunto
es que la pasión por el dinero es la misma a ambos lados de los pirineos. Por
el vil metal las amistades más sólidas se transforman en odios africanos y los
amantes más cariñosos en jurados enemigos. Luego están las particularidades
nacionales. Por ejemplo, los políticos franceses tienen oficios fuera de la
política y al parecer los han ejercido. El exministro de hacienda francés es
cirujano plástico especializado en reimplante capilar. ¿Se imaginan al ministro
Montoro como propietario de la clínica de reimplante de pelo más importante de
Madrid? El grito guasón “no nos tomes el pelo, Montoro”, se oiría hasta en la
carrera de San Jerónimo. Hay otras diferencias, algo más serias. Por ejemplo,
la forma de reaccionar al ser cazados en una mentira. En un comunicado público
de disculpa antes de dimitir, el exministro Cahuzac decía: “me he metido en una
espiral de mentiras y no he sabido salir de ellas. Estoy devastado por los
remordimientos” ¡Un hombre público reconociendo que ha mentido! Hago memoria de
todos los escándalos que en España han sido - y han sido muchos - y no logro
recordar algo parecido. Ni siquiera con la bolsa de deportes al hombro, entrando
en Alcalá Meco. Aquí todo el mundo se considera inocente hasta que se demuestra
lo contrario, y después también. Porque pertenecemos a una subespecie ibérica
de los mentirosos europeos, aún no identificada por los taxónomos. La de los
mentirosos recalcitrantes.
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