Parece increíble que nadie advirtiera, con un solo golpe
de vista, que ese hombre estaba loco de atar. Su bigotito ridículo, su
gestualidad de actor barato, su mirada fanática... ¿no eran pistas clarísimas? Setenta
años después de su muerte, Adolf Hitler, una de las figuras más nefastas de la Historia, continúa
despertando una fascinación extraordinaria. Se siguen publicando libros,
artículos y documentales sobre esa locura colectiva llamada Alemania nazi, y se
diría que el apetito del público no decrece con los años. ¿Contemplación de la
desgracia ajena con fines compensatorios, vulgarmente conocida como “morbo”?
Solo en parte. Esa insistencia en asomarse al pozo oscuro también responde a
motivaciones más higiénicas mentalmente hablando, y de una indudable utilidad
social: se trataría de comprender por qué misterioso proceso un pueblo
teóricamente civilizado puede acabar siguiendo a un líder tan malvado y
destructivo. Para no volver a repetirlo, claro. Estos días ha aparecido en
España la última de estas publicaciones, “El oscuro carisma de Hitler”, del
británico Laurence Rees. Durante el acto de presentación, el autor dio una
sencilla y brillante explicación del totalitarismo: una de las cosas más
difíciles del mundo es asumir las culpas y responsabilidades propias, porque
todos estamos predispuestos a proyectar nuestras frustraciones sobre otros en
forma de odio. De perfecta aplicación a los tiempos actuales. Como español en
crisis, cabreado con motivos, siento nítidamente la tentación de no querer
asumir la parte de responsabilidad que me toca por el formidable lío en el que
andamos metidos. Infinitamente más pequeña que la de muchos políticos y
banqueros, pero responsabilidad a fin de cuentas. De momento no veo ningún loco
con bigote. Creo que la cosa tiene remedio.
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