Es un debate inagotable. En él se ventila la forma de
gobernar la sociedad, y casi de entender la vida. En un lado están los
liberales, la derecha, que confía en la iniciativa individual y desconfía de la
gestión pública por ineficiente y burocratizada. En el otro los progresistas,
la izquierda, que fomenta lo público como elemento integrador, garante de la
igualdad y la redistribución de la riqueza. Es regla de la dialéctica que para
que un debate tenga verdadera trascendencia debe cumplir un requisito
fundamental: que las dos partes tengan algo de razón. Una excesiva presencia
del sector público en la sociedad tiene efectos perniciosos, como alegan los
liberales y confirma la experiencia histórica. Igualmente, la ausencia total de
regulación pública conduce al colapso del sistema, como acaba de demostrar la
crisis financiera que ha sacudido los cimientos de las economías occidentales.
¿Dónde está el punto medio? Cada caso necesita una respuesta diferente, alejada
de dogmatismos. Creo que hay actividades en el interior de un hospital público
– distintas de la atención médica directa – que pueden ser llevadas a cabo
perfectamente por empresas privadas. Por otro lado, hay sectores de gestión privada
que nadie discute, como las telecomunicaciones, donde la situación dista mucho
de ser la ideal. Un ejemplo reciente: en Fórnoles han estado dos semanas sin
teléfono por culpa de una avería que no ha sabido subsanar la empresa que
presta el servicio. En el fondo, público y privado no son realidades
comparables. El sector público ostenta la superioridad moral y soporta el deber
de velar por el bienestar de todos y de trabajar por una sociedad más justa. En
ocasiones, dando un paso al frente; en otras, retirándose humildemente para
dejar paso a las empresas. Siempre que estas demuestren hacerlo mejor.
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