Es norma periodística bien sabida que cuando se escribe de
un imputado sobre el que todavía no ha recaído sentencia, siempre hay que
adjuntar a su condición de delincuente la palabra “presunto”. Lo que no tiene
demasiado sentido, si uno se detiene a pensarlo: ¿no se presume que todos somos
inocentes mientras no se demuestre lo contrario? ¿No sería más propio hablar de
“el acusado de asesinato”, en lugar de “el presunto asesino”? En todo caso, no
se tiene noticia de ningún imputado que se haya quejado. En el caso de José
Bretón, cuyo juicio se está celebrando esta semana, tampoco es probable que eso
ocurra. Las pruebas incriminatorias se acumulan en su contra con tal
abundancia, que estará más preocupado en sostener una estrategia de defensa
medianamente creíble. No lo tiene fácil. Después de casi dos semanas de juicio,
cuesta creer que haya alguien alrededor de este proceso que todavía dude que
fue él quien mató a sus hijos y los quemó en una hoguera en su finca cordobesa
de las Quemadillas. Presuntamente, claro. Me pregunto si su abogado cree en su
inocencia. ¿Y el propio José Bretón? ¿Qué pasa por la cabeza de ese hombrecillo
acomplejado, narcisista y dominante? Ese es el grandísimo misterio de este caso,
que pasará con letras mayúsculas a los anales de la historia criminal en
España. Si mató y quemó a sus hijos, ¿cómo soporta la carga de un crimen tan
horrendo? Si no lo hizo, ¿por qué se comporta de forma tan pasiva? Un elemento
clave de este caso sí ha quedado ya suficientemente demostrado: el odio que
sentía José Bretón hacia su mujer. Como si el universo de los sentimientos
fuese circular, Bretón habría pasado directamente de un amor extremo,
enfermizo, al odio más visceral. Como quien cruza una puerta. Un amante
atormentado convertido en asesino. En un presunto asesino.
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