Estos días se emite en televisión “La historia no contada
de los Estados Unidos”, una serie de documentales, dirigida por Oliver Stone,
que presenta una visión nada amable de la historia de la primera potencia
mundial en el último siglo. Stone es una rara excepción en su país, más
inclinado a exhibir el orgullo nacional que la autocrítica, y sospecho que sus
documentales tendrán mucha mejor acogida a este lado del Atlántico. No comparto
todos los puntos de vista del polémico cineasta – hacerlo así equivaldría a
considerarlo infalible – pero desde luego admiro su valentía. La conclusión más
importante a la que he llegado viendo su “historia no contada” es que,
demasiado a menudo, los Estados Unidos de América han sido gobernados por
individuos de capacidades muy limitadas. No me refiero a sus titulaciones en
Harvard o Yale, sino a sus capacidades morales y a su empatía hacia el
sufrimiento ajeno. Durante décadas, estos individuos de ética dudosa o
directamente inexistente – y sus opuestos al otro lado del telón de acero –
tuvieron al mundo en vilo con sus juguetes nucleares en el capítulo más
vergonzoso y demencial de la historia humana. Esta semana, algunos
norteamericanos han vuelto a dar muestras de esa mezquindad tan lamentable. Por
suerte, esta vez no está en juego la vida en el planeta tierra; esta vez “solo”
se trata de la estabilidad económica mundial. Un puñado de republicanos
radicales, empeñados en echar abajo el programa sanitario del presidente Obama
que aspiraba por fin a situar a su país en el concierto de las naciones
realmente civilizadas, han puesto en jaque al gobierno de la nación. Mientras
escribo estas líneas, leo que finalmente no lo han conseguido. Es lo que suele
ocurrir en las películas americanas. Al final, casi siempre ganan los buenos.
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