A pesar del euroescepticismo creciente y de la antipatía
que despierta la burocracia de Bruselas, la Unión Europea sigue
siendo el proyecto político más avanzado del mundo. Naciones que medio siglo
atrás se hacían pedazos unas a otras, han logrado superar sus diferencias y
concentrarse en lo que les une: la vecindad geográfica, un pasado común y la
aceptación de unas normas de juego basadas en la democracia y el respeto a los
derechos humanos. No sé si alguien habrá notado que es exactamente lo contrario
de lo que pretende el proyecto independentista de Artur Mas: concentrarse en la
diferencia – la lengua – y olvidar lo común – una unión política de más de 800
años y una hermandad sentimental, sanguínea y cultural con el resto de
españoles que hace imposible que uno solo de nosotros no tenga un antepasado
catalán cuyos huesos reposen en esa tierra -. Esta semana, el presidente de la Generalitat visitaba
Bruselas por tercera vez en menos de un año y recibía el portazo del presidente
de la Comisión,
Durão Barroso, que se excusó de recibirle “por problemas de agenda”. ¿Qué
esperaba? ¿Una recepción con honores? Por muchas banderas estrelladas que
enarbole, por muy apasionadas que sean sus protestas de adhesión a Europa,
Artur Mas no podrá cambiar la realidad: el mayor enemigo de su proyecto
separatista no vive en Madrid sino en Bruselas. La Unión no puede ser neutral
ante la hipotética desmembración de sus socios, porque ese proceso atentaría contra
su misma esencia. Abraham Lincoln declaró la guerra a los rebeldes.
Afortunadamente, hoy existen métodos más sutiles. El lenguaje “gestual” de las
autoridades comunitarias es claro como el agua: las aventuras secesionistas se
pagan con la exclusión. Las últimas encuestas revelan que los escoceses han
tomado buena nota. Los catalanes también lo harán.
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