El crack bursátil de 1929 tuvo un jueves negro
seguido de un martes más negro aún, pero durante el viernes intermedio los
inversores pensaron que la cosa solo podía mejorar. Viernes viene de Veneris dies,
día de Venus, diosa de la belleza y del amor. No es casualidad que Robinson
Crusoe bautizara así a su compañero de fatigas en la isla desierta en la que
fue abandonado literariamente durante 28 años. ¿Le habría llamado Lunes? Lo
dudo mucho. Por todas estas profundas razones culturales y sociológicas, no es
extraño que los grandes almacenes estadounidenses eligieran este día de la
semana para instaurar el Black Friday, o Viernes Negro, la gran jornada de
compras tras el Día de Acción de Gracias que marca el comienzo de la temporada
navideña. ¿A qué avispado genio del marketing se le ocurrió denominar un día de
compras como si fuera el hundimiento de la economía mundial? A ninguno. De
hecho, el sector ha intentado repetidamente cambiar el negro por otro color
menos lúgubre, sin ningún éxito. Al parecer, la culpa la tiene un policía de
Filadelfia con frustrada vocación poética (esto último es aportación mía, no lo
busquen en Wikipedia) que describió así a la masa de personas y vehículos que
inundaba las calles el día siguiente a Acción de Gracias y no dejaba ni un
trozo de calle sin llenar. Los centros comerciales españoles han iniciado estos
días una tímida campaña para tratar de importar la costumbre a nuestro país. Si
Halloween y sus calabazas decoradas han triunfado, ¿por qué no el Black Friday?
Eso sí, han mantenido la denominación inglesa con fundadas esperanzas de que el
bajo nivel de idiomas de la población española les libre de las resonancias
catastróficas. Creo que es un error. El Black Friday demuestra que no solo de
compras vive el ser humano. También necesita poesía. Y sentido del humor.
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