A la gran mayoría de lectores, el nombre no les
dirá mucho. O quizá sí, porque siendo un apellido tan común, a lo mejor alguien
tiene un amigo o un vecino que se llama así. El Agustín Sanz del que hoy escribo
vivió en el siglo XVIII, en esa época de esplendor de las ideas llamada
Ilustración, y fue el arquitecto aragonés más grande de su tiempo. Zaragozano,
de origen humilde, pasó por todos los estadios de la profesión: primero
aprendiz, luego oficial, hasta alcanzar el grado de maestro de obras con cerca
de cuarenta años, una edad en la que la mayoría de sus contemporáneos comenzaba
el declive, dejando atrás las realizaciones más importantes de la vida.
Trabajador infatigable, las de Agustín Sanz llegaron tarde pero se prolongaron
durante tres fecundas décadas sin interrupción. El mismo día de su muerte, a
los 76 años, se desmontaban los andamios de la que fue su última obra: la
cúpula sobre el coro en el templo del Pilar de Zaragoza. Sin embargo, la historia
es caprichosa. Después de alcanzar la fama y el reconocimiento en vida, su
nombre cayó en el olvido. La mayoría de sus obras importantes se levantaron en
localidades pequeñas, y por ello han permanecido casi ignoradas por el gran
público de la capital. Entre ellas, tres en la comarca del Bajo Martín: las
iglesias de Urrea de Gaén, La Puebla de Híjar y Vinaceite. Hace dos años, una
visita a la primera de ellas me llevó a embarcarme en la quijotesca idea de
realizar un documental que divulgase ese valioso patrimonio e hiciera justicia
a su creador. De la mano del historiador Javier Martínez Molina, que ha
dedicado cinco años de su joven vida a estudiar la obra del artista, emprendí
un camino que ahora llega a su fin. El documental se estrenará próximamente,
con protagonismo especial en el Bajo Aragón Histórico. Va por ustedes.
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