Pasa el tiempo y la anexión rusa de Crimea es un
hecho consumado: la estratégica península ha dejado de ser territorio ucraniano
y no parece que las condenas internacionales, cuyos ecos se van apagando día a
día, vayan a cambiar las cosas. Hay que reconocer que al presidente ruso
Vladimir Putin le ha salido una jugada casi perfecta. Primero unas misteriosas
milicias rodean los cuarteles del ejército ucraniano, a continuación se
organiza un referéndum de autodeterminación exprés y, para rematar, se aprueba
fulgurantemente la anexión por el parlamento ruso. Visto y no visto. Lo que
comenzó como un movimiento popular que demandaba un mayor acercamiento de
Ucrania a la Unión Europea, ha acabado en el peor de los escenarios posibles.
En estos días, en muchas cancillerías europeas se analiza por qué la diplomacia
comunitaria ha fallado tan estrepitosamente una vez más. Nos dejamos llevar por
los acontecimientos. No quisimos ver que en el movimiento de oposición se
infiltraban también nacionalistas radicales. Y el pecado mayor: sucumbimos a la
tentación de aceptar tácitamente la defenestración del presidente prorruso
Yanukóvich, con la esperanza de que la revolución, es decir, cambiar de un
plumazo las normas de juego establecidas, fuera a resolver todos los problemas.
No ha sido así. Es lo que tienen las revoluciones. Cuando triunfan, tienen olor
a primavera y tacto a terciopelo. Si fracasan, huelen a pólvora y a golpe de
estado. El futuro de Ucrania es hoy una verdadera incógnita. Mientras los
países occidentales tratan de apuntalar su maltrecha economía y contener la
magnitud del desastre, es hora de sacar lecciones. Los experimentos, con
gaseosa. Las revoluciones, mejor en los libros de historia. Algunos en España
deberían tomar buena nota de ellas.
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