Un experto en marketing algo impertinente diría que
el 23 de abril no es el día más apropiado para celebrar el día de Aragón. La
coincidencia con Sant Jordi, la fiesta del libro y de la rosa en la vecina,
entrañable y revoltosa Cataluña, hace que nuestro día pase bastante
desapercibido para el resto de españoles y que su mención en los informativos
sea siempre secundaria, después del consabido paseo por las Ramblas. Qué le
vamos a hacer. A ese listillo del marketing habría que decirle que la
coincidencia no tiene nada de casual y que mil años de historia común no se
desvanecen así como así. En realidad, el día de Sant Jordi o San Jorge, que lo
mismo da, debería ser el día de todos los territorios que un día formaron parte
de la Corona de Aragón. Dicho sea sin la menor intención de polemizar. La
candente discusión sobre la denominación histórica del ente político de las
barras rojas y amarillas al que un día pertenecimos aragoneses, catalanes,
valencianos y baleares, me parece cada día más absurda y estéril. Ridícula y
aprovechada la pretensión de los nacionalistas catalanes de inventarse nombres
que barran para casa, como eso de la confederación catalano-aragonesa y
ocurrencias parecidas. Pero también algo infantil la actitud de los que
defienden ardorosamente la denominación exclusivamente “aragonesa”, sin
reconocer sus evidentes defectos: es confusa y no refleja demasiado bien la
realidad que pretende designar. Como yo he pertenecido a este segundo grupo hasta
fechas recientes, lo reconozco fácilmente. Hablar de la antigua Corona de
Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares (en el orden cronológico de su
incorporación), también conocida como Corona de Aragón, me parece hoy mucho
menos problemático. Y me altero menos. Y no me sube el azúcar. Y me encuentro
mejor.
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