La política es una de las carreras profesionales
más sacrificadas e incomprendidas que existen. Mientras el pueblo piensa que
ser político, en el mejor de los casos, se reduce a vivir muy bien acumulando
sueldos y prebendas, la realidad es bastante más oscura. Puede que sus
pensiones sean las más jugosas del orbe público y que el menú subvencionado en
los restaurantes de las sedes parlamentarias sea más barato que el de un
comedor de párvulos, pero detrás de esa vida aparentemente regalada se esconden
dolorosos sacrificios. Y no me estoy refiriendo a cuando se ocupa un cargo
público y el político debe dedicarle ingentes cantidades de tiempo y esfuerzo.
El verdadero sacrificio viene cuando no lo ocupa y se enfrenta a sus enemigos
desde la oposición. Es entonces cuando el político se ve obligado a renunciar a
la objetividad, a la nobleza y, en casos extremos, a la decencia. Tomemos la
situación del Partido Socialista en la actualidad; la mejora de los índices
económicos, los comienzos de una incipiente recuperación son un golpe mortal a
sus esperanzas de recuperar terreno electoral frente a los populares. ¿Cómo
podrían congratularse de ello? No pueden. Su obligación es negarlo, matizarlo o
ponerlo en duda. Porque, más allá de situaciones de emergencia nacional, la
misión de un partido político no consiste en construir un país mejor, así, a
secas; se trata de construir un país mejor... pero gobernando ellos. A ese
objetivo se subordina todo lo demás. Y debe ser así porque, en democracia, el
partido opositor es el recambio gubernamental que vigila de cerca a los que
ejercen el poder para que no abusen de él. No puede ser complaciente. Tiene que
ver siempre la botella medio vacía. Un rol muy alejado del idealismo con que se
asocia al oficio. Erróneamente. Para ser político, no vale cualquiera.
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