“Carisma: especial capacidad de algunas personas de
atraer o fascinar”, reza el diccionario de la Real Academia de la Lengua. El
recordatorio no está de más, porque la aparición de Pedro Sánchez como nuevo
secretario general del PSOE – y tómese lo de aparición en un sentido casi
milagroso - supone el regreso a la
política española del elemento carismático después de varias décadas de
ausencia. Los comienzos de la democracia fueron época pródiga en individuos de
marcado carácter, que añadían a los presuntos atractivos de sus ideas otras
cualidades más personales: el físico, la forma de ser, de hablar y hasta de
prometer, aptitud imprescindible en todo político que se precie y que Adolfo
Suárez elevó a la categoría de arte. La caída de Felipe González puso fin a
esta etapa de política carismática y como buenos españoles, fieles seguidores
de la ley del péndulo, nos entregamos exactamente a lo contrario. La falta de
carisma pasó a cotizarse como valor seguro en el mercado de los candidatos a la
presidencia del gobierno. Como resultado, los líderes de los dos partidos
mayoritarios han adolecido en los últimos años de una clarísima falta de
atractivo personal, y entiéndase esto sin ningún animus injuriandi. Eran
personas de valía, indiscutiblemente, pero incapaces de activar en el
electorado esos resortes emocionales que los norteamericanos, maestros de la
mercadotecnia política, conocen tan bien. Si Aznar, Zapatero, Rajoy o Rubalcaba
hubieran tratado de hacer carrera en los Estados Unidos, no creo que hubieran
pasado de concejales en algún pueblo perdido. Para bien o para mal, esos
tiempos han pasado. Contra pronóstico, el viejo rey dejó paso a su heredero,
más joven y con mejor imagen. Llegó Pablo Iglesias y ahora Pedro Sánchez. No
serán los últimos. El carisma ha vuelto, y sospecho que para quedarse.
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