La independencia de Cataluña es un disparate
histórico, económico, y hasta moral. Lo primero, porque supone la ruptura de
una unión política que, en el caso de Aragón, Comunidad Valenciana y Baleares, por
ejemplo, se remonta al lejanísimo siglo XIII. Con los matices que se quieran,
de la misma agua que ha pasado bajo el puente en estos siglos hemos bebido
todos, nos quitamos el sudor del trabajo con ella, o limpiamos la sangre del
filo de nuestras espadas cuando tuvimos la mala idea de desenvainarlas, a
menudo y por desgracia, los unos contra los otros. La independencia de Cataluña
es un disparate económico, porque supondría un empobrecimiento instantáneo del
nuevo país que vería los mercados naturales de sus productos protegidos por
aranceles, y las posibilidades de financiar su gigantesca deuda reducidas a
cero. Y sería un disparate moral, porque separaría emocionalmente a millones de
personas que hoy están unidas, aún en la rivalidad, para sumirlas en un
divorcio doloroso, a cara de perro, del que no se repondrían en varias
generaciones. Esta es la realidad. A los políticos nacionalistas catalanes no
les gusta oírla, lógicamente, y a estos argumentos oponen otros. Algunos
respetables y otros no tanto. Después de salir a la luz los delitos fiscales
del ex-honorable Jordi Pujol, president de la Generalitat durante 23 años y
reconocido padre de la patria catalana, no hace falta ser una lumbrera para
advertir la coincidencia de la deriva separatista de su partido, la otrora
moderada y posibilista Convergencia Democrática de Cataluña, con el progresivo
cerco judicial a los negocios de la familia del fundador. Una tomadura de pelo
a escala nacional, y nunca mejor dicho. Un intento de manipulación que pasará a
los libros de historia. Un colofón digno del mejor disparate.
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