Cuando lean estas líneas, Escocia ya habrá decidido
su destino. Si los independentistas han ganado, el lector tiene mi permiso para
correr al supermercado a hacer acopio de latas de fabada, patatas y otros
productos básicos no perecederos antes de que se acaben. De acuerdo, a lo mejor
estoy exagerando, pero es innegable que Europa entraría en un territorio
inexplorado, lleno de incertidumbres. Para el caso de que el separatismo haya
sido derrotado – y estoy convencido de que así será – estamos algo menos
perdidos: tenemos el precedente de la provincia canadiense de Quebec, que no
solo celebró un referéndum sino dos, en 1980 y 1995, perdidos ambos por la
causa de la secesión. El último por el estrechísimo margen de 50´58 a 49´42.
¿Qué ha ocurrido en Canadá desde entonces? Que cada una de las partes continúa
en sus trece. El gobierno de Quebec tiene la facultad de convocar un referéndum
sin contar con el gobierno central, y volverá a hacerlo cualquier año de estos.
La Constitución española no permite a un gobierno autonómico convocar una
consulta, y respecto a lo de pactarla como han hecho los británicos, nuestro
galleguísimo presidente de gobierno no quiere ni oír hablar. Personalmente,
creo que es una posición débil y poco realista. Por poquísimo que me guste el
independentismo – aproximadamente como un dolor de muelas – parece difícil
resistirse a que los catalanes voten, si así lo quieren mayoritariamente. Más
nos valdría aceptarlo y aprovechar el tiempo en establecer unas normas de juego
razonables. Que eviten dejar la redacción de la pregunta en manos de los
nacionalistas -porque no la entenderá nadie- o que exijan una mayoría
reforzada, de más del 50´01%, para una cuestión tan decisiva. ¿Demasiado
civilizado para un país como España? Desgraciadamente, sospecho que sí.
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