Se cumplen 80 años de la muerte de Santiago Ramón y Cajal,
premio Nobel de medicina y el más grande científico español de todos los
tiempos. Pese al indiscutible progreso que ha experimentado este país en el
terreno de la investigación, la figura del histólogo aragonés sigue habitando
las cimas de la ciencia patria sin demasiada compañía. Decía Ortega y Gasset
que el caso de Ramón y Cajal era una vergüenza para España y no un orgullo,
porque era absolutamente excepcional. Como ven, Ortega, además de un pensador
brillante, era un cenizo también excepcional. Yo prefiero apuntarme al
optimismo porque estoy convencido de que otros premios Nobel españoles
llegarán, tarde o temprano, y porque prefiero recordar al maestro Cajal con ese
orgullo que al filósofo faltó. Uno de mis pasajes favoritos de su vida es el
del congreso de Berlín de 1889. Cajal es un absoluto desconocido que viaja a
Alemania en un vagón de tercera, sin invitación, para presentarse ante la plana
mayor de la ciencia europea y demostrarles que están en un error y que el
cerebro humano se compone, no de una retícula, sino de unas células nerviosas
llamadas neuronas. Allí se encuentra con Albert von Külliker. El histólogo
suizo es una eminencia mundial en la disciplina, pero también una persona de
una calidad fuera de lo común. Es capaz de tragarse el orgullo herido y de
rectificar sus convicciones para unirse a las de Cajal, a quien protegerá en lo
sucesivo. De golpe, ese españolito algo impertinente es uno más. Se le escucha,
se le publica y, finalmente, se le reverencia. ¿Hubiera triunfado Cajal sin la
intervención de Külliker? Vista la voluntad de acero que gastaba el aragonés es
más que probable. El suizo murió en 1905 sin lograr el Nobel. Al año siguiente,
Cajal lo recibió. Una trocito de ese premio pertenece a Külliker.
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