Hay varias clases de vergüenza. La más elemental, la que
se asocia a la timidez, es un sentimiento al que es difícil encontrarle una
utilidad. Desconozco qué misteriosa aportación ha hecho a la evolución de la
especie humana y cómo ha ayudado a aumentar nuestra capacidad de supervivencia.
A lo mejor, de puro inútil, la vergüenza de los tímidos está llamada a la
extinción. No estaría nada mal. Pero hay una segunda clase de vergüenza, y a
esta es mucho más fácil encontrarle el sentido. Consiste en el malestar que
experimentamos al realizar a sabiendas una acción injusta o en perjuicio de los
demás, apropiándonos de aquello que no nos corresponde, por ejemplo, o pasando
por encima de los derechos de otros. Que exista este segundo tipo de vergüenza
es algo socialmente muy deseable. Más allá de que existan unas fuerzas de orden
público que persigan a los delincuentes, que los ciudadanos tengan algo de esa
vergüenza actúa como un sano profiláctico contra el humanísimo instinto de
acaparar y de hacer lo que a cada uno le venga en gana. Pero enseguida surge un
problema: no todos los individuos experimentan la misma cantidad de vergüenza.
De hecho, hay algunos que carecen completamente de ella. Con un ejemplo se ve
más claro: el que preside una entidad con unos fines declarados de utilidad
social y se pone un sueldo injustificado de 3´5 millones de euros anuales, y
luego encima unas tarjetas para gastar lo que se le antoje, fuera del control
de la hacienda pública, es evidente que sufre de una ausencia absoluta de este
benemérito sentimiento. Para desgracia de la sociedad – y también del erario
público - una parte importante del sector de las cajas de ahorro en España
estaba gobernada por esta clase de individuos. Que no tienen vergüenza ni la
han conocido. Por unos sinvergüenzas.
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