Siempre he pelado los plátanos desde el tallo, es decir,
desde la parte que se une al resto del racimo, y siempre he pensado que todo el
mundo lo hacía igual. Hasta ayer. Djeneba, mi amiga maliense de visita estos
días en España, me vio luchar con el tallo rebelde de un plátano que se
resistía a romperse, y me preguntó en qué consistía el juego. “¿Tú qué crees?
Estoy pelando un plátano”, contesté con sorna, creyendo que se burlaba de mi
torpeza. “¿Y por qué no lo haces bien?”. Cogió el plátano, le dio la vuelta y
lo peló desde la base con sorprendente rapidez. “Aquí no lo hacemos así”,
repliqué con una mezcla de suficiencia y cara de tonto. “De hecho, jamás había
visto a alguien hacerlo como tú”. “Te digo lo mismo”, contestó. “En Africa,
estoy segura de que absolutamente nadie lo hace así”. La diferencia cultural
estaba servida. A lo mejor se trataba de un tema menor, casi ridículo, pero de
pronto noté que mi ánimo se encogía al advertir que estaba solo en aquella
cocina alicatada hasta el techo y rodeado de una obscena cantidad de
electrodomésticos, como único representante de la civilización occidental,
vieja y magnífica, pero también arrogante y colonialista con los pueblos
“inferiores” cuando se propone explotarlos y sacar tajada. Aquello apestaba a
derrota. Si un milagro no lo impedía, iba a quedar en evidencia delante de una
joven africana a la que llevaba una semana apabullando con las excelencias de
mi país... ¡por culpa de un plátano! “¿Te convences de que mi sistema es
mejor?” Djeneba saboreaba ya la victoria. Por un instante tuve la tentación de
cambiar bruscamente de tema y explicarle que el aparato donde calentábamos la
leche no era un horno normal, sino un aparato que emitía unas ondas electromagnéticas
de 2,45 GHz... Desistí. Solo quedaba perder con dignidad. “Sí, Djeneba, tu sistema es mejor”.
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