Es el número máximo de relaciones personales que un individuo es capaz
de mantener para conseguir alianzas, cooperación y acuerdos de defensa mutua.
150. No, no estoy hablando de Facebook, porque he retrocedido bastante en el
tiempo: unos 70.000 años aproximadamente.
Por aquel entonces, a pesar de su fragilidad – si la comparamos con la
fuerza de otros grandes simios – y de su carencia de “armas naturales” dignas
de consideración – como pueden ser dientes o garras – el género homo ha logrado
prosperar en todas las regiones del planeta. En cada una de ellas ha
desarrollado rasgos diferentes, dando origen a especies separadas: el homo
erectus en Asia, el homo neanderthalensis en Europa, el homo denisova en
Siberia y el homo sapiens en Africa, entre otras muchas que quizá nunca lleguemos
a conocer. Todavía se encuentra en un puesto intermedio de la pirámide
alimenticia – devora y es devorado – pero en su desproporcionado cerebro guarda
el arma secreta que en un futuro le llevará hasta la cima: su inteligencia. Para
entonces, solo una de esas especies homo, la llamada sapiens, “sabia”, será
capaz de exprimirla al máximo para dominar el mundo y eliminar a todos sus
rivales por el camino. Y todo surge de esa cifra mágica: 150.
Hasta que sobreviene lo que el historiador Yuval Noah Harari en su
aclamado libro “Sapiens” denomina “revolución cognitiva”, todos los homínidos
vivían en grupos de 150 individuos, separados entre sí, compitiendo entre sí. Nunca
sobrepasaban ese número porque la capacidad de un homínido de conocer, intimar
y aliarse con otro es limitada; del 151 en adelante, ya no será capaz de discernir
si el que tiene a su lado es honrado o un mentiroso, si le será leal o le
traicionará. ¿Por qué jugarse la vida por un desconocido? Esa limitación numérica
no solo tiene consecuencias sobre las alianzas defensivas o las estrategias de
caza; de forma más trascendente aún, limita la acumulación de experiencias, de
conocimiento y, en último extremo, el progreso tecnológico. La citada
“revolución cognitiva”, que por alguna razón desconocida solo se produce en el
cerebro de los sapiens, tendrá como resultado la formación de grandes grupos
compuestos de miles de individuos cooperando entre sí y significará el despegue
definitivo de la especie. ¿Cómo lo lograron? Según Harari, gracias a la
creación de ficciones, realidades más allá de lo físico pero capaces de generar
sentimientos de pertenencia y movilizar a millones de individuos: el culto a un
dios, la devoción hacia un estado, un soberano o una bandera. Pertrechados con
este nuevo y refinadísimo instrumento – las realidades imaginadas – los sapiens
ascendieron desde el continente africano en grupos cada
vez más numerosos que invadieron el mundo desplazando al resto de especies
homínidas y causando su extinción definitiva.
La historia de la humanidad es así de contradictoria. Sobre el progreso
siempre se cierne la sombra del holocausto. Por fortuna, esas ficciones han ido
evolucionando con el paso de los siglos y la irracional adoración por un faraón,
o por un Führer en fechas mucho más recientes, han dejado paso a creaciones más
esperanzadoras como la Organización de las Naciones Unidas o la misma Unión
Europea, basadas en la cooperación pacífica entre los pueblos. ¿Dónde situar en
este panorama fenómenos tan actuales como el Brexit o el nacionalismo
ultramontano? Como ficciones pasadas de moda, ciertamente. Como retrocesos en
la evolución de las cosas. Dolorosos. Pero indiscutiblemente humanos.
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