sábado, 6 de enero de 2018

PESCO (24/12/2017)

El equilibrio político mundial es una realidad frágil. 193 estados se reparten el planeta y entre ellos se dan todo tipo de relaciones: de amistad, de cooperación, de hostilidad o de guerra. Los estados vecinos compiten o colaboran entre sí según sus experiencias pasadas o su grado de madurez política: los países más atrasados tienden al conflicto mientras que los más maduros lo hacen hacia la integración y la cooperación. Las superpotencias compiten casi irremediablemente entre sí, pero nunca se enfrentan directamente porque son como colosos en un mundo de Lilliput: si se pusieran a pelear lo romperían todo. Sin embargo, eso no impide que se vigilen constantemente para detectar cualquier debilidad en el adversario. 
A estas alturas no hace falta ser un sagaz analista para saber que la elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos ha debilitado la fuerza y la cohesión de la alianza occidental. Ya que estamos con el traje diplomático puesto, diremos que Trump ha demostrado ser un líder imprevisible – dejémoslo ahí – y que esa falta de certidumbre nos alcanza a todos. Las malas noticias son que Vladimir Putin, uno de los mayores antagonistas de nuestro sistema de valores europeo, también se ha dado cuenta y ha empezado a actuar en consecuencia. Es perfectamente lógico: no se puede esperar de un lobo que se comporte como un cordero, dicho sea con la flema de un zoólogo. Casi tengo la certeza de que el presidente ruso nunca rezó las cuatro esquinitas antes de irse a la cama, y que si ingresó en el servicio de espionaje soviético - el temible KGB – nada más terminar la carrera de Derecho no fue para servir a los demás y hacer de este mundo un lugar mejor. Fue para engrandecer a la madre Rusia, lo que sigue siendo su prioridad hoy en día. 
Afortunadamente a los europeos, además de principios, todavía nos queda algo de pragmatismo y realpolitik. En las últimas semanas y a la vista de los acontecimientos, los jefes de estado y de gobierno de la Unión han dado pasos decisivos y sin precedentes hacia una política de defensa común digna de tal nombre. Aquel sueño de una Europa unida que trazaron los padres fundadores hace 50 años, y que en lo que respecta a defensa y seguridad se encontraba paralizado desde hace una década, ha sido reactivado en el momento más oportuno. PESCO, acrónimo de Cooperación Estructurada Permanente, es el nombre que recibe esta nueva iniciativa comunitaria. Federica Mogherini, la Alta Representante para asuntos exteriores y de seguridad, sucesora en el cargo de nuestro Javier Solana, está eufórica. Y no le faltan motivos. Además de este resonante éxito institucional, Europa está actuando en el plano operativo con la creación de centros de prevención y respuesta a los “ataques híbridos” – los que combinan agresiones directas con ciberataques y manipulación informativa para desestabilizar a los países occidentales y extender el malestar entre sus ciudadanos – detrás de los cuales se intuye a menudo la oscura mano de la inteligencia rusa. El último de ellos ha sido inaugurado en Helsinki, muy cerca de la frontera con “el enemigo”, y con la participación de la OTAN, para acabar de convencer a Putin de que no es buena idea buscarnos las cosquillas en ese terreno. 
El nacimiento de PESCO ha tenido una discreta acogida en los medios de comunicación. Podría decirse que el histórico avance ha pasado casi desapercibido. Así somos los europeos. Discretos y, dicen, algo sosos. Pero, por fortuna, sin un pelo de tontos.

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