A pesar de su nombre, no es el bar más bonito de Zaragoza. La elegancia
que allí se dispensa – en grandes cantidades, por cierto – no tiene nada que
ver con una decoración a la última o un ambiente sofisticado. De hecho, los
camareros no llevan pajarita y sueltan juramentos cuando es necesario. La
elegancia en “El Elegante” es estrictamente invisible, pero se hace presente
desde que uno traspasa la puerta: es elegancia humana de la buena, la que
practican los amigos para hacerte sentir como en casa. Y la fórmula funciona,
vaya si funciona. ¿Cómo, si no, podría sobrevivir un bar que se inauguró cuando
la peor crisis de la historia empezaba a enseñar los dientes, en una calle nada
comercial y por alguien que nunca había tenido un establecimiento propio? Si le
hubieran preguntado entonces a un asesor de emprendedores, la respuesta habría
sido tajante: ni se os ocurra. La suerte es que los protagonistas de esta
historia, Antonio e Isabel, no preguntaron, y si lo hicieron, se pasaron el
consejo por el forro y se lanzaron a la aventura. Han pasado ocho años y el
negocio no ha dejado de crecer.
La pareja es un equipo bien compenetrado. Isabel prefiere el trabajo
discreto mientras que a Antonio le gusta la cercanía con la clientela. “El bar
es él”, dice ella, sin ningún empacho en cederle el protagonismo a su
compañero. Antonio es singular porque combina cualidades que raramente se dan
en la misma persona. Para empezar, su don de gentes – ¡qué bonita expresión nos
regala el castellano! – es sencillamente excepcional. En su bar sabe cómo
tratar al príncipe y al mendigo, al intelectual y al analfabeto, al tímido y al
extrovertido. Tiene siempre la palabra justa, la palabrota, la delicadeza y el
chiste, o el silencio cuando la situación lo requiere. Como resultado, “El
Elegante” es un bar de parroquianos, una gran familia que se reúne a disfrutar
de la mutua compañía convocados por el ingenio, la humanidad y la nobleza de
Antonio.
Suele ocurrir que las personas que destacan extraordinariamente en una
faceta de la vida – la empatía y las habilidades sociales en este caso – flaquean
llamativamente en otras. Lo emocional y lo cerebral no suelen ir de la mano.
Estadísticamente, a Antonio le correspondería tener un instinto empresarial
limitado y ser un profesional de la hostelería tirando a mediano. Pero ocurre
exactamente lo contrario. En su sector económico, el de los bares pequeños de
cercanía, Antonio es una autoridad mundial. Él cree que se lo digo en broma,
pero podría pasar el resto de su vida recorriendo el mundo dando conferencias
sobre la materia. Bueno, todo eso está muy bien, pero… ¿qué se come y se bebe
en “El Elegante”? La cocina de Antonio e Isabel huye de sofisticaciones, tan de
moda en estos tiempos. Pinchos y tapas clásicos, del mejor estilo casero. Su
tortilla de patatas sólo pudo ser finalista en el último
concurso que se organizó en Zaragoza, pero yo lo tengo muy claro: es la mejor
de la ciudad con diferencia. Desde que el insigne Toquero las reseñó en las
páginas de Heraldo, las venden para llevar con tanto éxito, que la cocina no se
apaga en todo el día, tortilla va, tortilla viene.
Ocho años de singladura dan para mucho. “Lo mejor de todo es que nos lo
pasamos muy bien”, confiesa Isabel con una sonrisa que le ilumina el rostro.
Porque cada cliente tiene una historia que contar. Trabajadores, jubilados,
artistas, políticos de alcurnia, ladrones arrepentidos... Es imposible ir solo
una vez. El que acude a “El Elegante”, repite siempre.
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