Hace un par de meses, en plena euforia por la Eurocopa de fútbol, con
Rafael Nadal batiendo el récord de victorias en Roland Garros y Fernando Alonso
ganando carreras al volante de su Ferrari, a los españoles nos salió el torero
que todos llevamos dentro. “Soy español, ¿a qué quieres que te gane?”,
decíamos, con infinito desparpajo. Hoy, hundidos en las profundidades del
medallero olímpico, lejos, lejísimos de esos países que llamamos de nuestro
entorno y de otros que no lo son tanto, descomponemos con disimulo la pose
flamenca y nos agarramos a lo que sea para tratar de contener la hemorragia. De
pronto, la carabina de aire comprimido pasa a ser cuestión de estado, y las
regatas de la clase Finn – hasta los españoles de tierra adentro parecen estos
días fieros lobos de mar – son tema de conversación en ascensores, tascas de
mala muerte y consejos de administración. Los anticatalanistas envainan su
anticatalanismo, y fingen no escuchar que la mayoría de los mejores deportistas
españoles son catalanes. Los inquisidores envainan su inquisitorialismo, y
rehabilitan para la ocasión a Marta Domínguez con la esperanza de que la
hoguera no la haya chamuscado demasiado y todavía pueda darnos alguna
medallita... Ni por ésas. Italia, Francia, Gran Bretaña, ¡Kazajistán! nos
triplican, cuadruplican, sextuplican en número de medallas. ¿Tiene alguna
importancia esto de las Olimpiadas? En realidad, no demasiada. El medallero
olímpico es como un espejo: se limita a reflejar la imagen que tiene delante
pero no nos hace mejores ni peores. Refleja que no nos gusta estar solos, que
no somos madrugadores ni estrictamente disciplinados, y que en el abrasado
páramo español puede nacer la flor más hermosa y el deportista más genial. No
sufran mucho. A lo mejor, todo esto, ya lo sabíamos.
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