No es una práctica sexual desviada, ni ningún
procedimiento quirúrgico relacionado con los intestinos. La palabra
procrastinación describe un trastorno de conducta tan extendido en la sociedad
moderna, que amenaza con convertirse en una epidemia. Individuos menos felices,
menos prósperos y menos sanos. Imposible, dirán algunos; si fuera un trastorno
tan grave, seguro que me sonaría esa palabra tan rara... A diferencia del mundo
anglosajón, donde el término “procrastination” es bastante común, en España hay
un número tan grande de procrastinadores que prefieren no tomar conciencia de
su mal, que nuestro idioma ha sido incapaz de generar una palabra de uso común
que lo designe. Al grano, por favor. La procrastinación consiste en aplazar una
y otra vez tareas relativamente importantes, porque nos desagrada el esfuerzo
que demandan o porque buscamos un perfeccionismo que tememos no poder alcanzar.
No se trata exactamente de un perezoso, un vago o un irresponsable; el
procrastinador será capaz de poner en riesgo su salud o soportar un estrés
brutal para ejecutar la tarea en el último momento, y luego poner en marcha los
mecanismos de autoengaño que asentarán aún más su conducta: “bajo presión es
cuando mejor trabajo”, “así me surgen las mejores ideas”. Falso. El resultado
siempre será peor que si se hubiera realizado con más tiempo. Además, mientras
mira hacia otro lado y elude sus responsabilidades, el procrastinador es
infeliz, aunque le cueste admitirlo. ¿Se reconocen en alguno de estos rasgos?
Si mayo es el mes de las flores, septiembre debería ser designado el mes de los
procrastinadores. Políticos endeudados, banqueros manirrotos, sufridos
españoles de a pie: el verano ha muerto, ¡enfrentémonos con valentía a nuestros
marrones! Bienvenidos de vuelta.
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