Ultimamente, cada vez que alguien me pregunta qué tal me
va, le explico que me siento como en un mar embravecido, agarrado a un flotador
y tratando de que la siguiente ola no me arrastre hacia el fondo. Como la
persona que me escucha suele quedarse sin saber qué decir, me apresuro a
tranquilizarle: “Pero sigo pataleando y moviendo los brazos, no te preocupes”.
El gobierno, a quien hace tiempo que se le acabaron los flotadores, nos dice
que la tormenta no durará siempre. La consigna es resistir. Sin embargo, de un
tiempo a esta parte, algunos han empezado a rebelarse. Para espanto de la
sociedad española, unos cuantos desesperados han dejado de patalear y se han
dejado ir hasta el fondo, poniendo al descubierto la verdadera dimensión de una
tragedia cotidiana: la de los desahucios. La noticia del suicidio de varias
personas que iban a ser expulsadas de sus casas, ha tenido un efecto casi
instantáneo; como si despertáramos de un atontamiento colectivo, de pronto
hemos caído en la cuenta de la extraordinaria injusticia del régimen
hipotecario español, que favorece de forma escandalosa al banquero mientras se
ensaña cruelmente con el hipotecado. Muchos habrán sentido vergüenza, si
todavía les quedaba. Entre ellos, los políticos que en el pasado se negaron
repetidamente a aprobar medidas que hicieran frente al problema. O la mayoría
de los banqueros, por ejercer un oficio favorecido por reglas amañadas que les
hacen ganar siempre. En medio de la feroz crisis que nos azota -ese oscuro mar
de aguas revueltas- algunos viajan en yate, otros en frágiles barquichuelas,
mientras un buen puñado de compatriotas sienten las aguas heladas en sus
carnes, agarrados a lo que sea para no hundirse. Luchan. Lo aguantan casi todo.
Pero algunos no pueden soportar la injusticia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario