En un país desmemoriado como el nuestro, y con pocas
razones para sentirse orgulloso de su historia en el último siglo, mirar atrás
ha estado muy mal visto. Si nos remontamos aún más en el tiempo, el asunto se
pone peor: como el dictador Franco proclamó a su triste Movimiento nacional
heredero de la España
imperial, con la llegada de la democracia, cualquier reflexión en positivo
sobre algunos de los períodos más apasionantes de nuestra historia se convirtió
en herejía. Hasta hoy. Con la serie “Isabel”, la televisión pública española se
ha atrevido a contar, con gran éxito de audiencia, la historia de los Reyes
Católicos, con el yugo y las flechas y su tanto monta, monta tanto, Isabel como
Fernando. Hace solo unos años hubiera sido impensable. Alguien dirá, y no sin
razón, que a los creadores de “Isabel” se les ha ido un poco la mano en la
idealización de su protagonista y que la verdadera reina de Castilla – de quien
se dice que le gustaba menos el agua que a un gato viejo - no era tan guapa
como la angelical Michelle Jenner. También, que la serie no se ha librado del
repelente tufillo de lo políticamente correcto: en un absurdo afán por
modernizar al personaje, la
Isabel televisiva muestra en ocasiones un discurso
insólitamente feminista y “de género”. Defectos perdonables. Acostumbrados en
los últimos tiempos a los ninjas voladores trasplantados al siglo de oro y a
las historias medievales imposibles, el rigor histórico de la serie es
encomiable. Como aragonés, sin embargo, me queda un motivo de insatisfacción.
La trama central de la serie es la unión amorosa y política de dos personas, de
dos reinos. ¿No hubiera sido más lógico – y justo – titular la serie “Isabel y
Fernando”? Qué pesadicos se ponen algunos madrileños cuando les da por el
centralismo. Porque no se trata de Castilla. Se trata de España.
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