Veintidós hombres en calzón corto tras un objeto redondo
que solo pueden tocar con los pies, intentando hacerlo pasar entre los tres
palos del pequeño reducto que defiende cada equipo. No estoy describiendo un
juego que practicaran las civilizaciones precolombinas y que acabase con el
equipo vencedor comiéndose las entrañas palpitantes de los perdedores. Pero
admitan que lo parece. Estoy convencido de que el éxito arrollador del fútbol
como espectáculo de masas tiene mucho que ver con su primitivismo, con esos
mecanismos emocionales que excitan los juegos de pelota desde tiempos
inmemoriales y que se han transmitido desde los aztecas de Tenochtitlán hasta
las tribus futboleras de la actualidad. Detractores tampoco le faltan. Para
muchos ese primitivismo, la simplicidad del juego y las astronómicas cifras de
dinero que maneja hacen del fútbol un fenómeno detestable y culturalmente
atrasado. Jóvenes con habilidades tan poco productivas como patear un balón se
convierten en modelos sociales sin merecerlo; entrenadores deslenguados sin
ninguna sabiduría práctica conocida, en celebridades; los clubs de fútbol
acogen a menudo como dirigentes a personajes dudosos, arribistas o mentirosos
profesionales que utilizan el escaparate público para promocionar sus negocios.
No estoy descubriendo nada nuevo. Cualquier aficionado a este deporte está al
corriente de todas sus lacras. Pero lo que verdaderamente cuenta es que durante
las últimas dos semanas, en España y Alemania, se ha hablado más de la Champions League
que de la crisis o el paro. Millones de personas han dado esquinazo a sus
problemas por unas horas y han celebrado juntas la victoria o llorado la
derrota. ¿Podrían lograr lo mismo yendo al teatro o escuchando a Brahms? Para
bien o para mal, me temo que no. Ya lo dice el dicho: fútbol es fútbol.
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