El ministro de Justicia ha vuelto a abrir la caja de los
truenos. La interrupción voluntaria del embarazo - ¿por qué los eufemismos son
siempre tan largos? – vuelve a estar de actualidad a raíz de las intenciones
declaradas de Gallardón de anular la reforma de 2010 que permite a las mujeres
abortar libremente dentro de las primeras catorce semanas de gestación.
Personalmente, creo que acabar con la ley de plazos sería un error. Sin
embargo, en lo que se refiere al debate de ideas me encuentro en un terreno
intermedio, bastante incómodo, y trato de que no me alcancen epítetos tan poco
agradables como fundamentalista, misógino, asesino, nazi, y otros que se oyen
por ahí, en medio de la calentura. A los que sostienen el “No al aborto” habría
que exigirles que pensaran como legisladores, que establecieran claramente qué
consecuencias deberían afrontar, en su opinión, las mujeres que aborten. ¿La
cárcel? Creo que aquí la persecución penal no tiene ningún fundamento. El
proyecto de vida que se aborta está tan íntimamente ligado al cuerpo de la
mujer que lo lleva, que ni siquiera el estado debería inmiscuirse entre ambos.
Luego están las cuestiones éticas, claro. Casi todo el mundo estará de acuerdo
en que abortar cuando el feto está muy desarrollado es un acto de dudosa
moralidad. De esta tesis se deduce que el no-nacido, en algún momento antes de
su salida al mundo, es un “ser” portador de un derecho moral a que no se acabe
con su vida. ¿Cuándo nace ese derecho? ¿A las catorce semanas y un día?
Problemático. Tanto, que me obliga a discrepar de los que consideran el aborto
como un derecho de la mujer. O de los que defienden que sea pagado con dinero
público. El aborto es un acontecimiento dramático, íntimo, al que es muy
difícil dar respuesta legal, ética, y hasta personal. Incluso dudo que un
ministro sea capaz de hacerlo.
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