Debo comenzar estas líneas con una declaración solemne:
soy monolingüe. Es obvio que mi sensibilidad respecto al controvertido tema de
las lenguas será diferente a la de un fragatino o a la de un calaceitano, pero
tampoco pienso que mi condición de castellanohablante exclusivo me convierta en
un individuo más tosco o con menos capacidad de transmitir ideas dignas de
consideración. Además, una de las grandes ventajas del monolingüismo y de que
la lengua en que te expresas no tenga ningún valor “nacional”, es que el
legislador te presta poca atención. Nadie te da la barrila con las rotulaciones
de tu negocio, el cuarto idioma de tus hijos en el colegio o sobre cómo hay que
llamar a la lengua que hablas. Como ya habrán imaginado, todo esto viene al
caso del esperpéntico espectáculo que hemos dado en Aragón con la aprobación de
la nueva Ley de Lenguas. El Partido Popular, en un patético esfuerzo por evitar
el término “catalán”, se ha metido en un lío absurdo que ha sido bien
aprovechado por sus adversarios. Estos se han sacado de la manga un acrónimo
que ha hecho fortuna – el LAPAO – a pesar de que, al parecer, no se emplea en
ningún momento en ley. Lo tienen bien merecido. ¿Qué clase de Groucho Marx
concibió la denominación “Lengua Aragonesa Propia del Aragón Oriental”? Los
argumentos empleados no son menos delirantes: el Partido Popular sostiene que
el catalán en Aragón es una lengua foránea o ajena. Ya puestos, ¿por qué no
también el castellano? Que el desbocado independentismo catalán sea poco de
fiar – te das la vuelta y te quitan el Aneto en los atlas escolares – no lo
justifica todo. Catalán, castellano, aragonés, fragatino, chapurriau – la
denominación poco importa - son todas lenguas españolas. Patrimonio de todos.
También de este humilde monolingüe.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario