Luis Bárcenas habrá maldecido su suerte en la cárcel de
Soto del Real: se decide por fin a tirar de la manta, y un trágico golpe del
destino le saca de los titulares. Ya volverá. A día de hoy, Francisco José
Garzón, el maquinista del tren accidentado en Santiago de Compostela, se ha
convertido, a su pesar, en el protagonista casi absoluto de la actualidad.
Señalado desde el primer momento como responsable del peor accidente
ferroviario ocurrido en España en los últimos 40 años, la imagen de ese hombre
menudo, con el rostro bañado en sangre y mirada abismada, en compañía de un
policía instantes después del fatídico impacto, ha sido contemplada con avidez
por los consumidores de noticias de todo el mundo. A velocidad vertiginosa –
todo es prisa alrededor de una catástrofe – apareció un comprometedor perfil de
Facebook, y quisimos saber si estaba casado, si tenía familia y durante cuántos
años había conducido trenes y de qué clase. A medida que aparecieron, y lo
siguen haciendo, nuevos datos de la catástrofe - el atestado policial, su
declaración ante el juez o las cajas negras –la responsabilidad del maquinista
se ha hecho cada vez más nítida, y la curiosidad pública quiere penetrar hasta
en la mente del infortunado: ¿Por qué no frenó? ¿En qué estaba pensando? En el
fondo, nos reconocemos en él, nos sabemos perfectamente capaces del error
fatal; y nos cuesta apartar la mirada de ese hombre aplastado por su
conciencia. ¿Hasta cuándo? ¿Queremos asistir a su destrucción total?
Personalmente, no. Creo que el morbo, como la venganza, surge de la
contemplación del sufrimiento ajeno cuando falta la compasión. Estoy seguro de
que la compasión hacia los familiares de las víctimas les ha aportado sosiego y
paz. Yo siento lo mismo por ese pobre maquinista. Ojalá, algún día, pueda
encontrar la paz.
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