La canciller Merkel está que trina después de enterarse de
que los norteamericanos llevan escuchando sus conversaciones telefónicas desde
la última vez que se puso unos vaqueros. ¡Eso no lo hacen los amigos!, ha
exclamado, furibunda. El cabreo es comprensible. Igual que el alivio que habrá
sentido el pobre agente de la NSA asignado al caso –la CIA está pasada de moda,
hoy lo que mola es la National Security Agency – al enterarse de que la misión
ha terminado después de tantos años. Parece que oigo los ¡pop! de las botellas
de champagne, las lágrimas de alegría rodar por sus mejillas, los cientos de
“congratulations!” que recibirá de compañeros y amigos. ¡Más de una década
escuchando las conversaciones de Frau Merkel! Para que luego digan que ser
espía tiene glamour. Trabajo no habrá tenido mucho, porque no veo a la mandamás
alemana colgada del teléfono para comentar cualquier tontería. Pocos cotilleos
que llevarse al cuerpo, ni un “espera, cutxi-cutxi, que ahora voy y me pongo
aquello que me regalaste...” ¡O a lo mejor sí! Quién sabe si escuchar a la
Merkel no ha sido el trabajo más emocionante y picante de toda la carrera de
nuestro sufrido agente de la NSA. El pobre Obama también ha tenido un papelón.
El programa de escuchas a 35 líderes mundiales, entre los que estaba la
alemana, existía desde mucho antes de que tomara posesión del cargo, pero a él
le ha tocado dar las explicaciones. En una asombrosa pirueta dialéctica para
salvar sus principios sin dejar de ser presidente de los Estados Unidos, ha
pedido a sus servicios de inteligencia que espíen “solo lo que necesiten” y no
“lo que puedan”. Gracias, Barack, es todo un detalle. Por cierto, no me ha
quedado claro si Rajoy estaba dentro de esa lista de líderes espiados. Haced
como que sí, por favor. O se nos pondrá celosillo.
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