John Fitzgerald Kennedy tenía 46 años cuando una
bala acabó con su vida hace medio siglo, en la calle Elm de Dallas. Su imagen
derrochaba salud y vitalidad mientras su cuerpo era asediado por los achaques.
Parecía la encarnación de la honestidad pero su apetito sexual desbocado le
llevaba a ser un adúltero incorregible. Decía conocer el camino hacia el
espacio exterior, la paz mundial y el fin de la guerra fría, pero interiormente
era un hombre precavido, siempre al borde de la indecisión. JFK estaba
destinado a ser un mito, y todas sus contradicciones lo confirman. A pesar de
ellas, sus aportaciones a la historia de la humanidad fueron reales, y
cambiaron la forma de ver el mundo. Destaca entre todas su apaciguadora,
prudente y habilísima gestión de la crisis de los misiles cubanos de 1962; la
sensatez de Kennedy en medio de la histeria de los asesores militares
presidenciales salvó al mundo del apocalipsis nuclear. Una actuación
providencial, otro rasgo inequívoco del mito. Y finalmente está su muerte,
prematura, trágica e inesperada. Debo admitir que cada día me convencen menos
las teorías conspirativas sobre su asesinato, y no soy el único: si a
principios de siglo más del 80% de los norteamericanos todavía dudaban de la
versión oficial de Lee Harvey Oswald como asesino solitario, ese porcentaje ha
bajado al 60% en la última década. Me temo que la razón de este cambio sea el
inexorable paso del tiempo. Las posibles conspiraciones son tantas y tan
variadas, que conocerlas todas exige una inversión de esfuerzo que las nuevas
generaciones de estadounidenses empiezan a no querer afrontar. A pesar de todo,
JFK seguirá siendo un mito unas cuantas décadas más. Vendrán otros, pero no
serán como él. Después, algún día, quizás pueda descansar en paz.
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