El fútbol es el juego barriobajero por excelencia.
Los gestos de caballerosidad son tan escasos – se reducen, básicamente, a
lanzar el balón fuera del campo cuando hay un jugador rival lesionado – que
cuando se produce uno, es costumbre que el público se ponga a aplaudir. En el
fútbol vale casi todo: dejarse caer en el área para provocar un penalti, mentar
a la madre de un contrario para sacarle de quicio, fingir una lesión para
perder tiempo, pedir a voces el balón a un jugador rival para confundirlo,
tratar de engañar al árbitro reclamando una infracción inexistente... Fuera del
campo, en las gradas, la cosa no mejora. El público tiene vetado el contacto
físico con el árbitro y los jugadores pero, en ocasiones, trata de compensarlo
con el lanzamiento de algún objeto pequeño, duro y cantoso. Sus misiones
fundamentales son: animar al equipo, amedrentar al rival, e intimidar al
árbitro para torcer su buen juicio en favor de los locales. Para las dos
últimas, echa mano de los insultos más terroríficos, lanzados a gritos desde el
confortable anonimato. El fútbol no es un deporte noble. Creo que ni siquiera
es un deporte. A lo mejor, esa es la razón más importante de su éxito. Por todo
ello, no es extraño que el máximo dirigente del fútbol mundial sea una persona
de la categoría del suizo Joseph Blatter. Esta semana, el presidente de la FIFA
ha protagonizado una actuación lamentable, faltando al respeto a Cristiano
Ronaldo con una imprudencia sorprendente, incluso para él. Ante las protestas
del jugador y de su club, el Real Madrid, el dirigente se ha declarado
“sorprendido” y ha ejecutado la clásica disculpa de los cínicos: “si te ha
molestado, te pido perdón”. ¿Reconocer lo desafortunado de sus palabras? Jamás.
Blatter lleva 15 años en el cargo y le queda alguno más. El fútbol no podría
tener un representante mejor.
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