Por desgracia, las guerras que azotan el mundo no
se paran por vacaciones. Son conflictos enconados, que enfrentan a menudo a
comunidades dentro de un mismo país, y que alcanzan un grado de crueldad que
resultaría insoportable de presenciar para cualquiera de nosotros, delicados
especímenes del primer mundo, que hemos ido dejando atrás esa fea costumbre de
matar al vecino simplemente porque piensa diferente, habla otro idioma o reza a
otro Dios que no es el nuestro. Después de haberla practicado durante milenios,
todo hay que decirlo. Estoy convencido de que si un servidor hubiera sido
testigo presencial de la muerte de uno solo de los 300 niños gazatíes víctimas
de los recientes bombardeos del ejército israelí, mi comprensión del conflicto
palestino habría ganado muchos enteros. Sí, en esta crisis hemos aprendido que
los naturales de la franja de Gaza se llaman gazatíes. Y no es el único
gentilicio que hemos incorporado a nuestro vocabulario recientemente. Los
yazidíes son una minoría no musulmana del norte de Irak de la que nunca
habíamos oído hablar, que está siendo masacrada por el grupo yihadista
autodenominado Estado Islámico. Estos iluminados asesinan, violan y degüellan
en nombre de Dios, con la intención de fundar un califato que extienda su
nefasta influencia a todos los estados árabes de la región. Si existiera la
máquina del tiempo, habría que mandarlos a la Edad Media sin billete de vuelta.
Así podrían practicar su maldita guerra santa con adversarios de su misma talla
moral. ¡Qué complejo sigue siendo este mundo! Gazatíes y yazidíes, nuevas
palabras que llenan las deprimentes crónicas de los telediarios. A semejante
precio, hubiera preferido no aprenderlas nunca.
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