Fue un comediante superdotado, con una
incontinencia verbal tan excesiva que provocaba la carcajada de sus admiradores
a la vez que incomodaba a sus detractores. Hay que decir que los primeros eran
mucho más numerosos que los segundos. Como a otros grandes cómicos en el pasado,
la tristeza le acechaba a menudo, como si esta quisiera aprovechar cualquier
momento de debilidad para ejecutar su venganza. En la madrugada del pasado
martes le asestó el golpe definitivo. Robin Williams fue un humorista y un gran
actor de comedia, pero su oficio le llevó mucho más lejos. Es probable que la
complejidad de su carácter, la misma que le arrastró a la depresión y a la
adicción a las drogas, le facultara para comprender e interpretar a personajes
más dolientes, más humanos en el fondo, que aquella delirante señora Doubtfire
que le llevó a la cima del éxito. Robin Williams, el humorista incontinente y a
veces algo pesado, fue capaz de meterse en la piel de personajes profundamente
dramáticos y provocar la admiración de críticos y espectadores; algo solo al
alcance de los realmente grandes. Mi generación es especialmente deudora del carpe
diem que predicaba su profesor Keating en "El club de los poetas
muertos", una obra maestra del cine con una poderosa lección de vida que
ningún adolescente debería perderse. Robin Williams se quitó la suya propia de
madrugada, con la torpeza del que ha perdido la última esperanza. Qué tragedia
y qué ironía. Su última función también nos deja una enseñanza valiosa, como
muchas de sus películas: que el arte de vivir es complicado, hasta para
aquellos que parecen tenerlo todo; que alcanzar la maestría en ese arte, algo a
lo que todos deberíamos aspirar, quizás no pase necesariamente por lograr el
éxito, la riqueza o la fama. Gracias por todo, Robin. Descansa en paz.
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