Durante los últimos días, he fantaseado a menudo
con esta escena: mi hijo Manuel tiene siete u ocho años, y les cuenta a sus
amiguitos: mis papás me pusieron de nombre Manuel por Manuel Azaña. ¿Y quién es
ese? - pregunta uno. Un hombre muy importante - responde mi hijo con orgullo. A
continuación, arrastrado por la fantasía, caigo en que mi retoño podría acabar
convirtiéndose en un cachorro conservador con aspiraciones de hacer carrera en
política... ¿Llamarse Manuel por Manuel Azaña? ¡Eso le arruinaría la vida!
Rápidamente, encuentro una solución de urgencia: llegado el momento, que cambie
a Azaña por Manuel Fraga, y que rece para que este artículo se extravíe en las
hemerotecas digitales para siempre... Ya escribí una vez aquí que los padres, por
la valentía demostrada al traer hijos al mundo, ya se habían ganado el derecho
de elegir para ellos el nombre que quisieran. Con la lógica limitación de no
llamarles Kevin Kostner de Jesús, por supuesto. Mi primer hijo nació este
lunes, y me reafirmo en ese pensamiento. Sin embargo, en estos días, no he
podido dejar de sentir cierta pena al comprobar que el nombre de Manuel
despierta en el personal cierta sorpresa. Es uno de esos nombres antiguos,
"que ya no se lleva". Creo que cuando una comunidad deja de utilizar
sus nombres tradicionales y toma prestados los de otras - anglosajonas sobre
todo - "porque suenan mejor", estamos ante un síntoma de falta de
autoestima. España tiene un grave problema de autoestima. ¿Está justificado? En
estos momentos de felicidad y falta de sueño, digo un no rotundo. Mi hijo ha
nacido sano porque un personal sanitario de compatriotas competentísimos se ha
dejado la piel para que así fuera. Me quedo muy corto. Juro que somos un gran
país. Que Charo es una jabata. Y que Manuel es el niño más guapo del mundo.
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