En tiempos de bonanza económica abundaban las entidades
que se creían insumergibles. Con la agudeza propia del armador del Titanic, sus
gestores pensaban que era posible gastar ilimitadamente, porque la estructura
del barco lo aguantaría todo antes de hundirse. Tómese, por ejemplo, los clubs
de fútbol. Hasta hace poco se pensaba que eran eternos, porque representaban a
una ciudad y debían ser sostenidos, perdonadas sus deudas y reflotados, cada
vez que el presidente de turno los llevase al borde del abismo. Que se lo digan
ahora a la Unión Deportiva Salamanca, club fundado en 1923 y disuelto por
resolución judicial el año pasado. Las cajas de ahorros son otro buen ejemplo.
Casi 40 entidades financieras de este tipo han desaparecido en los últimos
años, víctimas de fusiones y liquidaciones. En este caso, en lugar de fichar a
jugadores carísimos que nunca marcaban goles, muchos de sus directivos se
dedicaban a proveerse de planes de pensiones millonarios, de tarjetas black, o
a otorgar créditos de dudosísimo cobro que han llevado a estas
bienintencionadas instituciones a la ruina caracolera. La lista de las
compañías presuntamente insumergibles continuaba con las aerolíneas de bandera,
las televisiones públicas, los astilleros... Todas compartían la misma falsa
creencia: que alguna administración pública acudiría siempre a lanzarles un
salvavidas cuando el agua les llegara al cuello. No puede haber un concepto más
nefasto para la gestión de una empresa ni más apropiado para atraer a gestores
corruptos. El estado, lo público, son los únicos entes verdaderamente
insumergibles, y de la manera de gobernarlos depende la categoría de un país.
De primera división, o de tercera. Es responsabilidad fundamental de los políticos,
pero también de los ciudadanos. Para algo existen las elecciones cada cuatro
años.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario