Parece mentira. Después de tantos siglos de matanzas,
todavía hay pueblos en Europa con ganas de hacerse la guerra. Yo pensaba que el
viejo continente, precisamente por viejo, ya había visto demasiado, pero está
claro que no es así. Ucrania se desangra desde hace meses en una espantosa
guerra civil y los europeos asistimos al espectáculo por obligación – nos guste
o no, pertenecemos a la misma entidad geográfica - y con evidente desagrado.
Políticamente la situación es gravísima, como lo atestiguan los esfuerzos
diplomáticos emprendidos por Angela Merkel y François Hollande. En lo
humanitario, el desastre es colosal: miles de muertos, heridos y desplazados,
ciudades enteras destruidas, infraestructuras, industrias laboriosamente
levantadas durante generaciones, echadas a perder. Y todo, ¿para qué? Las
guerras no solucionan problema alguno, y por el camino crean muchos otros que
no existían. Los que las empiezan persiguen un objetivo, y acaban obteniendo
siempre el contrario. Por desgracia, estos aprendices de estadistas, estos
fracasados que arrastran a sus pueblos al sufrimiento terrible de la guerra, o
no han leído jamás un libro de historia, o no han sacado de ella ninguna
enseñanza. El problema es que esta gente oye los cañonazos en la lejanía, o no
los oye en absoluto, porque viven a cientos o miles de kilómetros del frente. Y
así es más fácil dejar que otros se maten. En lugar de reunirse en una hortera suite
de Minsk, Merkel y Hollande deberían haber cogido de la oreja a los contendientes,
Vladimir Putin a la cabeza, y haberlos arrastrado hasta la primera línea de
fuego. Sí, allí donde la metralla mutila a civiles inocentes, allí donde los
niños lloran sin consuelo porque sus madres han muerto destrozadas mientras
esperaban el autobús. Una semana bastaría. Firmaban la paz por la vía rápida.
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