Según Pablo Iglesias, de profesión revolucionario,
hijo de revolucionario y orgulloso portador de nombre revolucionario (que para
más inri perteneció al fundador del Partido Socialista Obrero Español, que
ahora el sucesor quiere zamparse con puño y rosa incluidos), en España gobierna
la Casta, que es una forma algo poética de decir los políticos corruptos. La
palabra ha hecho fortuna muy lejos de la exótica India y en pleno siglo XXI,
pero claro, convenientemente reformulada por el astuto politólogo, que de la
gestión de una empresa o de un país quizás no sepa demasiado, pero manejando
conceptos de antropología social aplicada es un auténtico crack. Iglesias habla
de una Casta, en singular, y no necesita aclarar si es alta, media o baja. Solo
hay una y, créanme, sus miembros son auténticos hijos de Belcebú, príncipes del
mal, individuos para arrojar al cubo de la basura cuando el escobón de Podemos
barra este país. El problema de utilizar un concepto tan sectario en un sistema
democrático – ellos o nosotros – viene con la dificultad de ponerle un límite.
¿Dónde acaba la Casta? ¿Todos los partidos políticos son Casta excepto el
nuestro? Y el de mi novia, ¿también es Casta? Todas estas preguntas habrán
rondado la mente del líder, pero no por mucho tiempo. La antropología social
aplicada siempre acude al rescate: más allá de la Casta, está el Pueblo. Y
Podemos ha nacido para liberar al Pueblo, de la Casta. Más simple que un
botijo. Que un grupo de desconocidos haya sido capaz de fundar un partido
político partiendo de la nada, y que esa formación dispute el poder a los
partidos tradicionales, me parece algo admirable y sanísimo para una democracia
necesitada de reformas como la nuestra. Pero me sobra la retórica totalitaria
de Podemos. Porque a las palabras suelen seguir los hechos. Y los hechos que se
adivinan no me gustan nada.
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