Ascender, mejorar social y profesionalmente, es la
aspiración legítima y honesta de cualquier persona. La diferencia con el trepa
es que este tiene mucha prisa en conseguirlo y utiliza la adulación o la exageración
de sus méritos para atajar por el camino. El trepa no persigue necesariamente
la desgracia ajena – su principal preocupación es él mismo – pero su promoción
le lleva a menudo a ocupar el puesto de otros candidatos mejor preparados,
porque han pasado por la formación y cumplido los plazos para alcanzarlo. Así
se gana el desprecio de sus semejantes. En las últimas semanas ha saltado a la
palestra pública un personaje inclasificable, conocido como “el pequeño
Nicolás”, que es probablemente la versión más sofisticada de trepa que haya
existido nunca. Este jovenzuelo de veinte años, sin oficio ni beneficio
conocidos, ha protagonizado uno de los casos más insólitos de ascenso social de
la historia de España, lo que es mucho decir en esta tierra pródiga en validos,
enchufados y encaprichamientos de todo tipo. Del pupitre del colegio a alternar
con la élite política – casa real, ex-presidentes, ministros, alcaldes – y
ocuparse de algunos de los dossieres más sensibles de la actualidad, como la
imputación de la Infanta o el problema catalán. Claro, todo esto según su
increíble versión, protegida por el secreto sumarial del proceso que se
instruye contra él por varios delitos, entre ellos el de usurpación de
identidad. Algunos le diagnostican megalomanía y delirios de personalidad.
Otros le acusan de ser un simple estafador. Después de ver su entrevista en
televisión y comprobar su extraordinario aplomo, reconozco que no sé con qué
quedarme. Ya no sé si trabaja para el CNI o si intercambia guachaps con el rey
Juan Carlos. Solo tengo una cosa clara: no es un trepa cualquiera. Es el
campeón del mundo de todos los trepas.
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