Dos semanas después de tomar posesión de su cargo como
presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker está contra las cuerdas.
Una investigación periodística ha revelado que Luxemburgo pactó con cientos de
poderosas multinacionales acuerdos fiscales a la carta, mientras Juncker era
jefe de gobierno y ministro de finanzas del Principado. Empresas como Pepsi,
Ikea o Deutsche Bank, lograban reducir el tipo del impuesto de sociedades al
2%, frente al 28% que rige oficialmente en Luxemburgo o al 21% de la media
europea. Es imposible que el político más poderoso del país durante casi dos
décadas no supiera nada del asunto. Juncker no tiene intención de dimitir pero
desde el Parlamento Europeo piden su cabeza en una bandeja. Quizá la edad me
esté volviendo un cínico sin remedio, pero creo que es un error. ¿No es Jean
Claude Juncker un pillo? Sin duda. Pero para encabezar el órgano ejecutivo más
importante de la Unión Europea prefiero a alguien como él, experimentado
conocedor de las triquiñuelas de la alta política, que a un idealista
atiborrado de buenas intenciones. El quid de la cuestión está en decidir si el
luxemburgués es digno de confianza y estoy convencido de que es así. En estos
momentos defiende nuestros intereses, los de todos los europeos, y si eso
implica ir en contra de medidas que defendió en el pasado, lo hará sin
pestañear. De momento ya ha prometido que trabajará por la armonización fiscal
europea y para acabar con la competencia desleal que practican en este terreno,
no solo Luxemburgo, sino también Holanda e Irlanda. Si supera el escándalo, es
muy posible que hasta se nos vuelva algo más idealista. Que desde su nuevo
puesto comprenda que lo legal no siempre es lo más justo. Entonces Juncker se
habrá convertido en el gobernante perfecto.
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