Vivimos tiempos de cambio. Muchos hablan de que hemos
iniciado una nueva Transición, pero a diferencia de la primera, donde todo el
mundo sabía hacia dónde queríamos ir, en esta andamos algo perdidos. Todos los
partidos quieren cambiar algo, pero a ciencia cierta no saben el qué. El
gobierno del Partido Popular quiere cambiar de maquillaje. Un nuevo ministro
por acá – su anterior titular ha dimitido por corrupción – una campaña
cosmética de transparencia por allá, y a ver si las encuestas empiezan a
remontar. El Partido Socialista está empeñado en cambiar la Constitución. A día
de hoy no sabemos exactamente en qué, pero al parecer las palabras mágicas
“Estado federal” van a resolver todos nuestros problemas. Luego están Pablo
Iglesias y compañía. Aquí el problema no consiste en saber qué quieren cambiar
sino todo lo contrario: ignoramos qué quieren dejar después de pasar el rodillo
revolucionario y bolivariano por la democracia española. Izquierda Unida ya no
aspira a cambiar nada y se conforma con despertar; despertar de la pesadilla de
un partido político salido de la nada que amenaza con quitarle la clientela y
condenarle a la extinción. Los nacionalistas... en fin, para qué seguir. ¿Y qué
quiere el sufrido ciudadano? No pide demasiado, el pobre. El ciudadano se
conforma con tener a alguien decente a quien votar cada cuatro años, que
represente sus ideas políticas y que tenga alguna posibilidad real de llegar a
gobernar. Y lo tiene realmente crudo. Porque vivimos en una partitocracia
secuestrada por una ley electoral injusta e ineficiente, y mientras esta no
cambie, nada podrá cambiar. El sistema de partidos es como un gran charco de
agua estancada. Por favor, que alguien tire de la cadena, a ver si desagua toda
la mierda. Porque el olor empieza a ser insoportable.
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