La suerte de la
cabra montesa en la cordillera pirenaica ha sufrido cambios drásticos. Durante
milenios su existencia fue bastante apacible, paseando su imponente cornamenta
por lo alto de los riscos, lejos del alcance del depredador más metódico,
ingenioso y en ocasiones despreciable que ha dado la naturaleza. Los pocos
especímenes humanos que se aventuraban por sus resbaladizos y vertiginosos
dominios debían dedicar tanta atención a no despeñarse, que apenas les quedaba
puntería y mala leche para poder abatir al cornúpeta. Pero… ¡ay!, los
cabroncetes humanos no se rinden fácilmente. Un día vinieron con un trabuco. Al
día siguiente con una carabina. Y llegó el día en que subieron del valle un
rifle Remington con mira telescópica, capaz de meter una bala entre ceja y ceja
a cualquier bicho viviente a cientos de metros de distancia. De pronto, la
estrategia del “cógeme si puedes” ya no funcionaba. Como las cabras no conocían
otra, se limitaron a buscar un risco todavía más alto y remoto para escapar de
las balas de los aristócratas de turno. Inútilmente. Cayeron una tras otra
hasta la extinción definitiva. Entonces llegaron los lamentos. Con los años
aparecieron los conservacionistas, que se empeñaron en conseguir que la cabra montesa
volviera a brincar por las montañas pirenaicas. Después de 30 años de negociaciones,
en aplicación de un acuerdo firmado en 2014 por España, Francia y Andorra, el
pasado martes se soltaban con éxito diez ejemplares en Pont d´Espagne, en el Pirineo
francés. Espero que les administren algún tipo de tratamiento psicológico. A
las cabras, me refiero. Porque la confusión que deberá llevar será importante:
primero me tirotean hasta la extinción y ahora me llevan entre algodones. A ver
quién les explica que los humanos somos así: bondadosos, o los peores cabrones
que hayan pisado la tierra.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario