Dicen que
la muerte nos iguala a todos. Pero hay algunos más muertos que otros. Hace
algunas semanas, la noticia de la matanza de la Universidad de Garissa, en Kenia,
donde 148 estudiantes murieron tiroteados por extremistas islámicos, mereció
una cobertura mediática bastante discreta y algunos pusieron el grito en el
cielo. Si el atentado contra la revista Charly Hebdo, en el que murieron 12
personas en circunstancias muy parecidas, provocó una conmoción enorme en todo
el continente, no se entendía la relativa indiferencia hacia una salvajada
bastante mayor. Como los occidentales somos escrupulosos de conciencia y nos
gusta pensar que nuestra moralidad está por encima de la media, algunos se
lanzaron a buscar excusas para justificar esta alarmante falta de empatía. Se
habló de lejanía geográfica y de falta de calidad de la información que llegaba
desde Kenia. Argumentos insuficientes, en mi opinión. La realidad es más
descarnada y menos complaciente. Los muertos en Kenia, o en Nigeria, nos
importan menos porque no son de los nuestros. Porque nuestros hijos no van de
Erasmus a la Universidad de Garissa, y porque en Semana Santa preferimos ir a
París antes que a Lagos. En realidad, los terroristas están bastante más
globalizados que nosotros, que nos gusta vivir como si el tercer mundo no
existiera. ¿Lejanía geográfica? La última tragedia en el Mediterráneo, con 400
inmigrantes muertos cerca de las costas italianas, no se ha producido demasiado
lejos del naufragio del Costa Concordia, pero la muerte de 32 de sus pasajeros
nos impresionó mucho más. Porque los europeos solo navegamos por placer, y lo
hacemos en crucero. ¿Somos malvados e insensibles por ello? Somos simplemente
humanos. Con un extraordinario margen de mejora. Podríamos empezar por ser algo
menos hipócritas
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