Ser Rey de España
es un oficio de emociones fuertes. Un día presides la final del torneo de
fútbol que lleva tu nombre y recibes una monumental pitada, y al siguiente estás
en los Campos Elíseos, pero esta vez agasajado por las más distinguidas
autoridades de la república más vieja de Europa. ¿Burla a los símbolos
nacionales o ejercicio de la libertad de expresión? Parece difícil negar que la
intención de los que pitaron en el Nou Camp iba más allá de la reivindicación
política. Había un componente festivo – tocar el pito junto a 50.000 personas
debe ser más excitante que subirte al Dragón Khan – pero, sobre todo, un ánimo
ofensivo, injuriador; la libertad de expresión nunca puede amparar una conducta
así. La segunda parte del asunto es la verdaderamente complicada. ¿Cómo
deberían reaccionar las autoridades? Aquí las opiniones van por barrios. Cuanto
más a la derecha, más favorable a la sanción, y cuanto más a la izquierda, más
contemporizadora. Finalmente no la habrá, y la absolución, aunque de mala gana,
no deja de tener su lógica. ¿Cómo se puede castigar a alguien por ser
irrespetuoso con su propio himno nacional? Porque hay algo bastante obvio que
se ha pasado por alto: hasta el más recalcitrante de los independentistas tiene
a la marcha real como el himno de su país, de la misma forma que es
jurídicamente español y necesita de un DNI para viajar al extranjero. Sancionar
por una infracción cometida contra uno mismo siempre es peliagudo, y a menudo
poco práctico. Como acusar de un delito de lesiones a quien se autolesiona, o
de injurias a quien se insulta delante del espejo. Además, la solución al
problema del separatismo vasco y catalán no vendrá de las sanciones. Tampoco de
la inacción o el conservadurismo. Parece que algunos se limitan a rezar para
que la final de la Copa del Rey siempre la jueguen otros.
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